Retomamos la acción. De la Misericordia o de cómo la empatía consigue mover al mundo.

La palabra que me lleva rondando la mente un par de semanas, a simple vista puede parecer algo tan reservado a la Ecclésia que hablar de ello acaba siendo parecido a un tema tabú. Pero, esa no es mi idea, aunque tampoco la descarto. Solo quiero adaptarlo a la vida diaria y desde el primer momento ese –cordia le dio a la tecla precisa. No soy experta en latín, tampoco mi experiencia en la rama sanitaria es todo lo plenamente ideal, pero la sabiduría del día a día si me da para observar que estamos tratando con asuntos del corazón.

Menudo músculo. Idealizado en multitud de imágenes, pareja extrovertida del cerebro, su antónimo por excelencia e impulsivo por naturaleza. Incoherencia entre fortaleza de tejidos, armado ante el tacto, pero sensible hasta el extremo de romperse con una caricia.

Fuente: Google Images.
Hay que picar a la gente, escuchaba ayer en un bonito testimonio. Hay que hacerla saltar, hay que pinchar su curiosidad, que les entren las ganas de descubrir, despertar al niño con ganas de aprender y tocar que todos fuimos alguna vez. Hay que hacer llorar, a poder ser siempre de emoción y alegría, y también sonreír. Hay que despertar la escucha y la vista, las ganas de ir más allá. Hay que tocar sus corazones y así, solo de esta manera, consigues llegar a la entraña, a la esencia de tu semejante.

Todos nacemos con esa capacidad. Cada uno con sus zapatos recorre el mundo y se hace al camino. Hay momentos en los que el encuentro te obliga a intercambiarlos con otros, más o menos guapos, rotos y quién sabe qué historias han pasado. Tú puedes ponértelos y saber cómo de roto tiene el corazón el otro.

Junto al corazón, aparece la forma miser-i, que nos lleva a pensar automáticamente en una persona triste, sin alegría, centrada en sus desdichas. Como todos alguna vez nos hemos sentido.

¿Qué sentido tiene entonces unir ambas palabras? En este caso el todo, la unidad, es mayor a las partes. Unes con aguja e hilo el corazón de alguien roto y logras unos zapatos llenos de muescas. Unos zapatos que al principio dan reparo, que hacen daño al ponerlos. Pruebas a ponértelos y al final, con sorpresa ves que encajan y que eres capaz de entender el sufrimiento ajeno, los dolores extraños, las diferentes escalas de sentimientos.


Es lo bonito de la misericordia. Es eso que podemos hacer todos de entender al que sufre, de acompañarle y de hacerle sentir querido. Es lo que nos hace humanos, es lo que nos transforma, lo que nos identifica, más allá que nuestros triunfos, pues salir victorioso de las dificultades cuesta mucho más que vivir en la cima. Es lo que nos hace iguales y lo que nos permite vivir con confianza el espíritu de la fraternidad.

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